Nueva York; Editorial Arcas, 1990

Epígrafe

Je suis un homme complet
Ayant les deux sexes de l’esprit.

Jules Michelet

Prólogo de Laura Riesco Luzyinska

Es en el espacio del deseo y la sexualidad y la textualidad, del deseo y la escritura, donde se fundamentan los veinte poemas de La voz de la mujer que llevo dentro y es en ese espacio donde se canta al erotismo y donde a la vez se conjura a la mujer en la diversidad de sus voces. Enfrentándose a las clásicas oposiciones binarias de la ideología patriarcal, de esa mujer Alfredo Villanueva-Collado destaca su elemento pluralizante y para ella reclama la dimensión compleja de ser, por intervalos, todos los sujetos posibles. Lo erótico, en este caso acertadamente excéntrico, se desatiende de la noción original de lo “único”—lastre de nuestra tendencia a un centralismo cultural—para explorar más bien sus fuentes de dispersión y multiplicidad. Al mismo tiempo, el erotismo que se desprende de sus versos se va formulando en el territorio de la diversión, desviándose por una parte de un solo camino asignado, y encaminándose por otra hacia el placer, locus en el cual ni lo serio ni lo “apropiado” (según la terminología de Cixous) consigan regir.
Conciente en todo momento de las preocupaciones primordiales de la segunda mitad de nuestro siglo, dispuesto como en sus otros poemarios a emprender una labor desmitificadora, aquí también Villanueva-Collado se encara, no con uno sino con varios rostros, a las tácticas insidiosas del poder, y su voz, brotando quizá de los sueños y de las aguas, se apronta a descubrir
sin reparos ni timideces las zonas oscuras y misteriosas que han constituido tanto el objeto del deseo como el temor para el hombre.
Aproximándose a Barthes, el poeta nos sugiere que el erotismo en la escritura encuentra su estética en el placer y que sin ser sólo y necesariamente un discurso político, religioso o científico, llega a ser el suplemento de esos tres campos siempre y cuando logre acercarse al cuerpo, y siempre y cuando se aleje del discurso regresivo, idealista y autoritario de antaño.
Al articular su economía poética en el cuerpo y el placer, no ha de extrañar que Villanueva-Collado busque las huellas de Afrodita para hacer renacer una y otra vez la diosa generatriz del deseo, a la madre de Eros, por su cuenta origen de toda energía productora. Bajo el tutelaje de Afrodita lo erótico se desarrolla en su obra y las fronteras, los tabúes, culturales, se desmoronan ante la fuerza de su avance. Es posible así que en varios poemas las imágenes cristianas vayan rescatando y elaborando su paganismo inicial y que la liturgia católica se entregue en su aura primitiva y sacrificante. Es así admisible dedicarle a la Virgen—nunca se menciona el nombre de María—el espacio donde pueda recobrar su voz antigua de Cibele. Principio universal de reproducción y regeneración, será la madre primaria, pre-edipal, anterior al adusto advenimiento del padre y de la Ley, anterior al falo excluyente de otras formas de obrar y desear. Será la afrodita recuperada en sus múltiples facetas, la afrodita reinante en su pluralidad: proveedora de alivio, refugio de caminantes y navegantes y también la diosa a quien, en ciertas épocas, sacerdotisas adiestradas consagraban sus ritos divinizando el placer. Más aún, es la deidad que en un tiempo fuera sinónimo de Hermafrodita, y aquella otra, la antiquísima diosa barbada que integrara en sí tanto el principio masculino como masculino, y es por igual Afrodita Ariadne, adorada por jóvenes que venían a rendirle homenaje en atavíos de mujer. Trasgresión, cambio de vestimenta que mediante las ceremonias sacras se convertía a su vez en un cambio de piel, intento de asimilación que Villanueva-Collado investiga audazmente en sus poemas.
Es este el ofrecimiento íntegro y desprendido de una bisexualidad que (recordando a Cixous nuevamente) puede ser una experiencia múltiple y variable, cambiante, imprevisible, y que al intervenir en y subvertir el orden aumenta los efectos de la inscripción del deseo. Los poemas de La voz de la mujer que llevo dentro, al explorar esta zona, se arriesgan a cruzar los linderos donde empiezan las regiones húmedas y tangibles de lo erótico en su mezcla de sentimiento y hemorragia, de enaguas y muslos peludos, regiones donde no siempre es fácil el camino, donde el cambio de vestimenta/piel no siempre está garantizado: en “Jouissance” Villanueva-Collado escribe: “Ninguna ropa sirve/ Al Alfredo afrodito que surge del agua.” Sin embargo, estos versos, breves y eficaces, ya indelebles, fijos en la página, logran llevar a cabo la asimilación esperada puesto que realizan una doble fusión: la del poeta con la deidad que lo guía y la del contexto de su poemática con el juego del signo.
Es a favor del aspecto lúdico y aleatorio del signo, a su opacidad de cuerpo que Villanueva-Collado rechaza la cadena causal y racional, la transparencia mítica del significado. Conciente de que cualquier verdad, si ha de manifestarse, ha de ser en la letra y no en el espíritu, se acerca a la escritura reconociendo en y evadiendo de ella las trampas culturales de su fingida inocencia. La escritura, en su constitución, nos lleva siempre a “otra” parte en la búsqueda de conseguir el deseo, que de por sí, en un movimiento constante, se mueve más allá, se difiere. Ardid macabro, la acción de escribir recoge el pensamiento, la voz para recuperarlos de su fragilidad tenue y temporal y fijarlos imborrables, vivos (y muertos) en la página. Esta acción violenta en todo caso termina siendo un intercambio de ausencias y presencias. ¿No aniquila lo escrito a quien escribe? Esas letras que en su fijación e inmovilidad son muerte ¿no matan, al haber cobrado su derecho de ser, a quien las inscribió en la página? Si, como se sugiere hoy en día, en el registro simbólico del lenguaje soy lo que no soy, soy quien ha perdido algo, si la imagen totalizadora del espejo es por fuerza imagen de otredad, y por ende, me busco en las mascaras y en la página (donde no soy./estoy, donde llego a ser otra) ¿no será entonces la escritura misma una operación travestí?
De esta manera, la bisexualidad de la escritura, el ser lo uno y lo otro, el no ser ni lo uno ni lo otro, el ser alguien (y dejar de serlo) según el momento, otorgas y acepta el espacio de ser más de uno, de una. Sin duda, los poemas de La voz de la mujer que llevo dentro ponen de relieve esta descentralización del viejo sujeto imperial. Si la palabra no representa, no refleja nunca la realidad sino más bien la palabra misma, el espejo para Villanueva-Collado no hace entrega de la imagen preconcebida y totalizante sino que es tan sólo “la voz ovoide del reflejo”, imagen de reflexión. Igualmente, la atracción hacia el maquillaje de la mujer—ese privilegio de llevar una máscara a flor de piel—subraya su postura interrogante frente a la problemática del sujeto. ¿Quién es y cuántas son, capacidad plural de darse multiplicándose detrás de la pintura, detrás de “las máscaras móviles” que el poeta confiesa buscar en su propio rostro “donde permanece su escritura”, indefectiblemente la escritura de otro? Ser y no ser, tras el negativo de un autorretrato, no ser y ser a veces doncella, princesa adolescente y ninfa. Caer en el terreno donde sin remedio el que escribe se convierte en objeto de lo escrito, caer “. . . en sitio por etapas/ pliego a pliego, doblaje a doblaje.” Hacer y deshacer, como Penélope, el sendero que al hacerse nos borra, para seguir escribiendo, para seguir a la que “lleva como estandarte el cruce de la línea” y confesar que en esa labor “duele el corazón al intentarlo.”
Del agua—y tal vez, como ya dije, del espacio por igual líquido y movible de los sueños—surge La voz de la mujer que llevo dentro. En el sacrificio conciente que implica el acto de escribir, Alfredo Villanueva-Collado se ofrenda a Afrodita, a sus varias Afroditas. Con Luce Irigaray puede esperar que “tal vez la sangre tenga la libertad y el derecho de circular, sólo si toma la forma de la tinta. La pluma siempre estará lista a mojarse en los cuerpos asesinados de la madre y de la hija y la mujer escribirá en sangre negra (como tinta), la vestimenta de sus deseos y sus placeres.”

A la búsqueda de la mujer perdida

Muchas mujeres que ha sido
el de los muslos peludos:
sirvienta y cantante,
monja y prostituta,
bruja hada madrina.

Para que cualquiera
comente
que oculta lo que es
cuando es mucha gente.

No hay que alterar las máscaras;
ocurren coexistentes
y el que no las siente sobre el rostro
se miente
o se olvida de los espejos.

Un sólo momento de sensación
más fuerte que las filosofías,
un sólo momento de suavidad
y ya se es diferente.

En territorio desconocido,
explorador solitario
con paisajes que contar,
caminos que caminar,
diferentes cambios de piel.

Ha sido macho y ha sido flor,
ha sido hembra y ha sido espada,
ha comandado degollamientos,
se ha dado a luz numerosas veces.

Cabalgando sobre la muerte
se ha lanzado inevitable
al teatro de gran gignol;
se ha proyectado en cinerama
sobre una cruz sobre una cama.

Y se ha dejado de pretensiones:
el poema se define
como intercambio de espacios;
una amazona sobre un pegaso
o un fauno verde que canta.

Los peligros de la imagen macho

A la julia de loíza
la encontraron con la cara
sumergida en una imagen
de su paisaje interno;
y en la amarga corriente
del alcantarillado
respiró la metáfora
de un río ancho y nuevo.

La alfonsina escogió
su vestido de novia
y se entregó al mar macho
que le desgarró el traje;
y por cada orificio
de su cuerpo violado
la impaló la metáfora
de las aguas movientes.

A julia y a alfonsina
alguien vendió una imagen
y fue la imagen misma
tomada tan en serio
que escapar no pudieron
a su líquido hechizo
y por fin sucumbieron
al poema asesino.

Victoriana

Victoriana se mueve
en sus enaguas
por corredores
claroscuros;
en la mano
un sol prisionero
agranda su cuerpo
lo proyecta en sombras.

Victoriana explora
con las palmas húmedas
maderas pulidas
de pasamanos;
sus dedos atrapan
un picaporte,
otros picaportes
se le escapan.

Victoriana tiene
ojos en la nuca;
contempla las manchas
que a sus espaldas
abren alas
de humo seco
y se le entierran
en el pelo.

Victoriana observa
mortificada
la piel velluda
de sus muslos,
apéndices
que no menciona
pero que acaricia
dormida.

Victoriana ignora
lo que busca
pero lo encuentra
en cada esquina
y afanosa
se inclina
con un paño,
un cepillo.

Victoriana triunfa
en la batalla
de corredores
contra salas;
cubre el desorden
de su laberinto
la arquitectura
de sus faldas.

Gloria Fuertes: Estudio

Miren que cosa, la mañana llora.
No es un milagro, en este vecindario.
Nadie ha salido con un comentario.
Nadie le ha ofrecido ni un pañuelo.

Pobre mañana maría magdalena,
cómo le cuelga el pelo en guindalejas
mientras chancletea hasta la esquina
a buscar al que anoche no regresó a casa
y se encuentra tirado en un resquicio
inconsciente y feliz, cubierto de periódicos.

Tengo que descargar mi deber de vecina,
murmurar algo amable, ofrecer simpatía,
pero llega la hora de hacer el desayuno
y marchar al abasto por mi melancolía
que más me gusta fresca que pasada,
y después al fregado, y después el lavado,
y después el después de cada otra tarea. . . .

Allí viene, tapándose con su chal en hilachas.
Quizás sea mejor que la pare otro día.
Pero cómo me duelen sus lágrimas, de veras. . . .

Stabat Mater


I

Era la semana menor.
Era la semana mayor.
En la semana mayor, muchas voces
enmudecían
y despertaba la voz de la campana
que llamaba
a los penitentes de túnica morada,
a los agradecidos
de pies descalzos y fanal prendido.

Era la semana menor.
Era la semana mayor.
Un palio oscuro la ocultaba
vestida de negro y oro,
la multitud murmuraba
en resquebrajado coro,
eran sus lágrimas de agua,
eran sus lágrimas de vidrio.
Atravesado el corazón, cómo pesaban
las siete espadas del martirio.

Era la semana menor.
Era la semana mayor.
A las tres y media de la tarde
el horario de fatídicas palabras
mientras la carne entraba
en paroxismos de terror, y en el altar
un cuerpo moribundo la miraba
temblar ante el calor de su mirada.

Era la semana menor.
Era la semana mayor.
Era el momento sagrado.
Era el repicar dorado.
Esto viví, esto sigo viendo.
El testimonio no se pierde,
por algún lado queda el misterio,
una dulzura de acurrucado,
una obediencia de niño bueno,
una confianza de bienamado.

II
El padre nuestro que vive allá arriba
requiere constantes sacrificios.
El cuerpo de la madre se recubre
de pedazos de hijos.

Se la deja que se lamente
pero no que intervenga en la masacre.
Que se ocupe de regar los cementerios
y que plante para que otro siegue.

III
Ave señora
llena de gracia
que abres las puertas
de la mañana,
que hilas el hilo
de las estaciones
y con los dedos
labras la tierra.

Ave señora
llena de gracia
que de los cuerpos
de los muertos
creas hojas
formas alas
y conviertes
sangre en agua

para que germine
lo que duerme,
para que refleje
lo que vuela,
para que dé fruto
lo preñado,

para que se alivie
lo que duela.

IV
Estaba la madre dolorosa.
Estaba el hijo adolorido.
Ella en trono de madera.
Él en su caja de vidrio.

Estaba la madre dolorosa.
Estaba el hijo adolorido.
Ella, tendida en el suelo.
Él, sobre el aire tendido.

Estaba el hijo doloroso.
Estaba la madre adolorida.
Él, clavado en el espacio.
Ella, dispersada en vida

a las lluvias y a los vientos
y a los pájaros sombríos
que atrapaban en picada
la carroña de sus gritos.

Estaba la madre dolorosa.
Estaba el hijo adolorido.

Ella, cubierta de sangre.
Él, desnudo y casi limpio.

Él, con las manos abiertas.
Ella, con manos crispadas.
El, con mirada tranquila.
Ella, con la vista extraviada

en la línea vertical
del madero chorreante
que rígido levantaba
una señal acusante.

Estaba la madre enfurecida.
Estaba el hijo recogido.
Ella en su trono de fuego.
Él a sus pies, protegido.

La voz de la mujer que llevo dentro

-I-
A las cuatro de la mañana me hago el amor desesperadamente
porque tus ojos porque tu torso porque tu espalda
porque te amo y te odio sin tenerte
reflejo de entrepierna y lámpara.

A las cuatro de la mañana me siento muchacha
porque tus manos porque tus brazos porque tus hombros
porque te tengo sin amarte ni odiarte
reflejo de ingle plumada.

Dónde se esconde, la que en el fondo
de los pasillos de las terrazas y de los pozos
de las ventanas
me señala tus labios de profeta muerto
para que te confunda y te busque
en aquella tetilla en aquel vientre en aquel pubis.

Y entonces
un éxtasis con sabor a trago de bar de hotel.

Con la suavidad de la piel de los muslos de un quinceañero
el calor de la uña de una artista de cine
me paso el dorso de la mano por la boca
abro la mirada
en el gesto de la búsqueda eterna.

Pero sopla el viento,
sopla como una sinfónica en un cuarto cerrado,
como un piano rodeado de patos.
Así es cómo sopla.
Y comienza ese sabor
a viajar
por el cuerpo que se deja
con temor con vergüenza se deja
con paciencia con saliva se deja.

Para que se escuche ese sonido nuevo
que se esconde en las jaulas de la memoria
en los recuerdos que tallan tatuajes
de parte en parte del cuerpo que los guarda
sonidos de pasos
como una voz
voz de gesto inquisitivo y ojos de bruja
voz de boca de profeta en fuego
voz de gran señora
de princesa frígida
de melusina
voz de ángel que sabe hacer de todo
la voz de la mujer que llevo dentro.

-II-
Ahí está la voz
y ciertamente no otra voz
la voz ovoide en el reflejo
del espejo.

Por qué habla esa voz
de murmullos,
de sobresaltos, y de sombras
de cocuyos.

La voz alfarera
toma el barro
de las eras
les da forma
de manecillas.

La voz se distancia.
Regresa. Circunda.
Se abalanza.

Los servidores de la voz
saben de fatales adicciones
de sueños dolorosos como gustos
y de vinos amargos como orgasmos.

Todas las voces juntas
son una:
la voz de la mano
la voz de la vista.

Ya no quiero hacer más nada.
Que me dejen a los pies
de la voz que me deshace
y me rehace a la vez.

Viernes Santo en Caracas

Aquella ciudad con su velo de duelo, la quise tanto, no pude regresar.
Flotaba sobre los parques la niebla del llanto.
No se barría, no se hacía ruido.
Mi madre cuidadosa nos vestía de negro.
El reloj se movía hacia las tres de la tarde.
Todo el día esperando las tres de la tarde.
Los vientres de los templos pululaban de fieles.
Ante los altares me consumía el fuego.
Por todas partes la desencajada cara del dios me seguía.
Los hilos de su sangre, las llagas de su cuerpo, las marcas en su espalda.
Su mirada dulce, su mueca de cansancio.
Sus manos abiertas, crispadas, violadas.
El arco parabólico de su caja toráxica.
La boca sin lengua de su costado.
Por todas partes el grito de la madre me seguía.
Sus ropas tiesas, su corazón al aire, sus lágrimas inmóviles.
Sus manos crispadas, su mirada vidriosa, su rostro congelado.
Los siete puñales de mangos enjoyados.
El templo a obscuras, los santos a obscuras, el claroscuro a obscuras.
Una a una caían las palabras.
Una a una se arrastraban desde el púlpito alado.
Una a una resbalaban, rebotaban, serpenteaban.
Las veía venir con los dientes al aire.
Las veía venir con el pelo silbante.
Tengo hambre. Tengo sed. Tengo sueño. No entiendo.
Todo se ha consumado. He sido traicionado.
Lo que está por venir queda en manos de otros.
Estallaba el trueno y brillaba el relámpago.
Por las calles parroquiales de la niñez ondulaba el cortejo,
Lo seguía llorando, de la mano de otros, que murmuraban quedo.
Cadenas de salmodias, hechizos protectores.
Largas filas de niños, de mujeres, de hombres.
Todos hacia el encuentro de la viva y el muerto.
Para que se cumpliera el rito milenario.
Para que terminara el día interminable.
Y después, a la casa, con los ojos hinchados.
Al chocolate espeso y el panecillo tibio y el regazo seguro.
A la voz de mi madre.
Tranquila aseguraba que el cuento no acababa.

Citerea

Quizás sea más de una
más de una
bandada de ménades tras el cuerpo que escapa
bandada de pájaros de pestañas sombrías
pero más de una

cada una en su caja de labio de fuego.

Penélope

Ganas
ganas de hacer
de hacerlo
de hacértelo
de hacérmelo

Ganas
de deshacer
de deshacerlo
de deshacértelo
de deshacérmelo

Ganas
de rehacer
de rehacerlo
de rehacértelo
de rehacérmelo

Ganas
de quehacer
de quehacerlo
de quehacértelo
de quehacérmelo

Ganas
de quehacer
rehacer
deshacer
este hacer.

Congreso Feminista

Afuera
han quedado las otras.
Llegaron en el viento, invisibles.

Pudorosas,
no desean mostrar sus cuerpos violados.
Tímidamente
ocultan con sus manos sin uñas
los senos mordidos, mutilados,
las espaldas amoratadas por los garrotazos,
los vientres desgarrados por las bayonetas.

Han viajado
desde sus camas de cal y de tierra,
desde lechos de limo y de agua,
desde casas sin calles ni números,
a celebrar con sus hermanas.

Vienen vestidas con encajes de huesos.
Llevan maquillaje de púrpura y de llanto.
Peinan cabellos de gusanos y hormigas.
Las rodea el amargo perfume del olvido.

Gritan
del otro lado de las puertas cerradas:
¡No nos olviden!
¡También queremos entrar en los festejos!

Nuestras carnes,
las carnes de nuestras criaturas,
de nuestros maridos y amantes,
forman a tierra
que pisan con tacones seguros, señoras.

Nuestro aliento,
el aliento de nuestras hijas
arrojadas al mar, incineradas;
los hijos de nuestras hijas
regalados a los buenos burgueses,
vendidos a los extranjeros del norte,
forman el espacio vacío
que llenan de sonidos, señoras.

Nuestros jugos
extraídos en prensas eficaces,
nuestra sangre
derramada en sótanos,
nuestras lágrimas

que no lograron conmover a los verdugos,
forman las burbujas del vino, y la tinta
Conque escriben, señoras.

¡No nos olviden!
¡Somos las verdaderas dueñas del festejo!

Autorretrato desde el negativo

Soy y no soy
la doncella de pupilas dormidas
los cabellos presos en metales diversos
las extremidades disueltas en círculos.

Soy y no soy
la imaginada princesa descalza
que desfallece junto al cuerpo que sangra
una y otra vez al final de los cuentos.

Soy y no soy
la adolescente que ejercita un éxtasis
cubierta de si misma y de la herida roja
que una luna asesina le lame en la boca.

Soy y no soy
la ninfa estremecida violentada de plumas
la ninfa a la que baña una lluvia de oro
la ninfa a la que un toro carga fiero en el lomo.

Soy y no soy
la virgen cuyo vientre concibe las historias
la madre cuya mano da contorno a los cuerpos
la bruja agazapada que sueña las muertes.

Sí, Adelita

Porque soy capaz
capaz de más de un gran amor por día
me han puesto malos nombres, ay,
qué desgraciada.

Y porque soy capaz
de alimentar con mi voz a un regimiento
me correrán del universo, ay,
qué desdichada.

Porque me atrevo

He descubierto donde habita mi madre

Mi madre habita
en lo alto de una torre en un cuarto sin paredes.

La rodea
una explanada escalinata laberinto
una foresta un lago una colina
un pájaro un verde imaginario.

Escudriña mi madre el horizonte
mientras el viento hace volar sus velos blancos.

Repito. Mi madre habita
en la torre en el medio de un cuento de hadas.

exhibirme muchas veces en sus ojos
han decretado mi muerte al infinito, ay,
qué maldecida.

Vicky Lover

La fatal
atracción de las muñecas las flores, la fatal
atracción de los encajes las piedras los colores
la envidia
secreta de la mujer que se fabrica un rostro
varias veces al día
con sustancias olorosas y mágicas.

Con ese rostro
se enfrenta a otros rostros
armas de combate máscaras móviles
en el rigodón de la seducción el dominio
el estremecido tango de la que más puede, y el bolero
de la que nada puede, oh extraña extranjera
criatura invisible preñada de sí misma.

La busco en mi rostro
donde permanece su escritura
el alfabeto de la estructura de sus huesos,
en mis ojos
donde no cuelga el brillo de las lentejuelas,

en mis orejas
donde no se detienen las perlas los ópalos
pero se detiene
el gruñido de la tafeta la seda,
en el olfato
que se erotiza por el rastro que sigue.

He querido ser como la más bella.
Le echo la culpa a las muñecas pintadas.

Ánima

Por las playas altas corre desbocado.
No lleva estribos pero lleva jinete.
Con las patas levanta la espuma de la niebla.
Le flota la cola de meteoro.

Va desnuda bajo el velo airado.
Va desnuda, con el rostro al viento,
con el pelo al viento, las manos engarfiadas
en las crines bravas de la montura.

Lleva como estandarte el cruce de la línea.
A galope repasa las mismas arenas.
Con el gesto ordena a que le siga.
Duele el corazón al intentarlo.

La eterna

SE MONTA
SE MONTA
YÉGALA YEMA
YÉGALA YA.

La mujer del agua
la mujer de la resaresaca
vertida
en cariátide.

Porta
un vaso
crema ordeñada
de cocoycuerpo.

Bebo
un coral húmedo
una lengua precisa
una amazonía de orificios.

Quiero
quieroserdella
quieroserella
quiero

ALLLTA ESSSTUPENDA
SSSUAVE TREMENNNDA

Nueva York, 1991

Acerca del autor

Acerca del autor

Biobibliografía

(Santurce, Puerto Rico, 1944) Profesor emérito, Eugenio María de Hostos Community College, City University of New York. Miembro de la junta ejecutiva de Latino Artists Round Table, NY. Primer premio de poesía y cuento de Casa tomada, NY, 2006. Entre sus once poemarios se cuentan Pato salvaje (1991), Entre la inocencia y la manzana (1996), De antiguo amor (2004), y Pan errante (2005) Antologado en varios volúmenes, entre ellos: Papiros de Babel: Poesía Puertorriqueña en Nueva York (1991); Noche Buena: Hispanic American Christmas Stories (Oxford, 2000), y Literatura Puertorriqueña del Siglo XX: Antologia (UPR 2004). Ha publicado en Revista de Venezuela, Revista Actual, Taller al aire libre, La nuez, Correo latino, Casa tomada, Sinalefa y Exégesis, entre otras. También ha publicado en revistas cibernéticas como Isla negra, Palavreiros, Desde el límite, Enkidu, Misioletras, Bestiario, RedyAcción, Poesía breve y Letras salvajes.